Un regalo de los dioses (IV)

El español habló con ellos, en la penumbra observé preocupación por mi presencia, pero al final vino uno de los hombres y tomándome del brazo me llevó hasta el grupo. Las miradas eran amables y daba la impresión que sólo algunos habían visto algún popa’a en la brevedad.
Otros minutos de caminata y llegamos a un pequeño pueblo. Entrados ya en él, la iluminación artificial del alumbrado público rompió de un tajo la idea de lugar perdido. Las pocas calles eran espaciosas y adornadas con palmeras a ambos lados y la plaza central sin ser grande era espaciosa, llena de veraneras y almendros salvajes y amarradas al piso había una infinidad de flores de muchos colores y aromas que a pesar de la noche conservaban su excepcional colorido.

Nos llevaron directo hasta un salón de actos muy espacioso en donde dejamos las botellas de ron y las sacas con la carne y los tubérculos. Allí nos dieron un café caliente con trocitos de vainilla y unas tajadas de plátano verde recién fritas. Parecía que esperábamos pero no sabía qué y, la verdad, tampoco me preocupé por preguntar. Pensé que de allí saldríamos a otro lugar, pero pronto trajeron varias mesas y sillas y armaron un asador grande al que colgaron trozos de carnes, aves y pescados marineados con aceite de coco y varias especias nuevas para mí.

Todo lo realizaron con una parsimonia admirable. No se conocía la prisa, así el tiempo se perdía en mí reloj ahora inútil. Suavicé el ron con una mezcla de jugo de piña y limón con hielo triturado que sirvieron en unas bien usadas jarras de plástico. Cuando parecía que todo quedaría en una larga “tomata”, a la espera de que cayeran suculentas presas de carne, ave y pescados muy tostados; apareció un grupo de músicos, más rudimentarios que los del aeropuerto, cargados de percusiones desconocidas, de guitarras eléctricas remendadas y ukeleles viejos; pero por eso mismo más auténticos.

El sonido tampoco desmerecía. Los acompañaba un cuerpo de baile de cinco parejas y una bailarina sola, que deduje sería la directora o coreógrafa. Desde que la vi quedé impresionado. Busqué al español y con la mirada le señalé a la hermosa mujer. “Olvídate, tío,” me dijo. “Ella no se va con nadie, pues desde que la conozco, hace más de diez años, dice siempre que está esperando a no sé quién que va a venir por ella, está loca la pobre.” Se marchó sin darme oportunidad de preguntar. Quería saber más, pero comprendí que el español no quería ser interrumpido, pues ya estaba disfrutando de las caricias de una bella nativa.

Después de los tragos, la música y los bailes llegó por fin el momento de la comida. Aproveché para volver al español y sacarle más información sobre la bailarina. “Ah, ésa. Pero, joder tío, ni te le acerques. Ya te dije, olvídala tío,” me insistió bajando el tono de su voz. Con la mirada girando sobre la concurrencia me manifestó: “Aquí sobran mujeres, no es sino que te acerques, ya verás, mira esa lindura, ve no más.” Me aparté un poco molesto de su abrazo y rostro burlón. (Continúa)

4 Responses to “Un regalo de los dioses (IV)”

  1. zenia Says:

    Hola. En estas crònicas de viajes, encantadoras, usas el suspenso como la sal para la ensalada. ¿La bailarina era la pareja del “tìo”, ¿no?…

  2. Álvaro Says:

    Zenia:
    La bailarina y esta carta-relato, te lo advierto, nos va a dar para varias sorpresas y volteretas. Así que amárrate los cinturones, querida amiga y lectora, así cuando el avión del final caiga y logremos sobreaguar podremos llegar a playas más seguras :-)

  3. Julio Suárez Anturi Says:

    Continúa gratamente.

  4. Vir& Says:

    Bailarina, cómo no va a cautivar…

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